Voy a contar un midrash que no he oído en el Camino (puede encontrarse en internet) para ilustrar lo que opinan nuestros ‘hermanos mayores en la fe’ sobre la importancia de no renunciar nunca a la propia conciencia.
Por esta razón, la rotura de las Tablas fue la hazaña más grande de su vida. En todo lo demás que hizo, Moisés actuó al dictado de Dios. Al romper las tablas, Moisés actuó por sí mismo, en contra de su misión Divina de entregar la Torá de Dios al mundo. Al romper las tablas, Moisés, que no podía presumir que Dios las reemplazara con un segundo par, renuncia a su propia “razón de ser”, da la espalda a lo que aporta “sentido a su vida”, y lo hace por el bien de su pueblo.
Dice el midrash que lo hizo a la vista de todos porque Moisés mostró y demostró a Israel, y a todas las generaciones por venir, el deber de un verdadero profeta, que es el de un verdadero pastor: ser fiel a su conciencia, ser fiel a su razón, sólo así podrá servir al rebaño encomendado con todas sus fuerzas y con toda su vida.
Este midrash resalta la razón por la que Moisés es considerado, junto con Elías, el profeta más importante.
Moisés bajó del monte, con las dos tablas de la Ley en su mano, tablas escritas por ambos lados; por una y otra cara estaban escritas. Las tablas eran obra de Dios, y la escritura, grabada sobre las mismas, era escritura de Dios. Cuando Josué oyó la voz del pueblo que gritaba, dijo a Moisés: «Gritos de guerra en el campamento.» Respondió Moisés: «No son gritos de victoria, ni alarido de derrota. Cantos a coro es lo que oigo.» Cuando Moisés llegó cerca del campamento y vio el becerro y las danzas, ardió en ira, arrojó de su mano las tablas y las hizo añicos al pie del monte. (Ex 32, 15-19)
Este pueblo que se ha fabricado un becerro de oro a cuyo alrededor canta y danza, es un pueblo que aún no ha recibido la Ley de Dios. Precisamente es ahora cuando, tras cuarenta días y cuarenta noches en lo alto del monte, en presencia de Dios, Moisés vuelve a ellos llevando las tablas, obra de Dios, en las que está grabada la escritura de Dios.
En cuanto conozcan la Ley, los israelitas, que sin conocerla ya la han transgredido, serán culpables. Pero aún no la han recibido. Sólo Moisés la conoce. Moisés, que ha sido elegido por Dios para recibir la Ley y transmitírsela al pueblo, esa es su gran misión, su razón de ser, más importante que la liberación del Faraón. Pero Moisés rompe las tablas de la Ley para eludir la culpa del pueblo. Si el pueblo hubiese obrado contra la Ley, todos habrían sido reos de muerte; pero si no hay ley que infringir, no son reos de desobediencia.
Eso dice el midrash:
La Torá considera como la más alta virtud de Moisés su lealtad inequívoca al pueblo judío, una lealtad aún mayor que hacia la misión encargada por Dios. Cuando la existencia misma del pueblo judío se vio amenazada, Moisés no consultó con nadie, ni siquiera con Dios. Cuando tuvo que elegir entre cumplir el encargo de Dios e Israel, su devoción a Israel superó todo y prefirió disolver el contrato otorgado por Dios. De esa manera Moisés asumió la culpa de su pueblo para convertirse en el pecador delante de Dios.

Además, Moisés no se fue a un rincón para llevar a cabo el acto más doloroso y potencialmente autodestructivo de su vida: “Tomé entonces las dos tablas, las arrojé de mis manos y las hice pedazos ante vuestros propios ojos” (Dt 9, 17).
Dice el midrash que lo hizo a la vista de todos porque Moisés mostró y demostró a Israel, y a todas las generaciones por venir, el deber de un verdadero profeta, que es el de un verdadero pastor: ser fiel a su conciencia, ser fiel a su razón, sólo así podrá servir al rebaño encomendado con todas sus fuerzas y con toda su vida.
¿Acaso no estamos todos los cristianos llamados a ser profetas, sacerdotes y reyes? Por eso el cristiano no debe renunciar a su razón.
"La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad".
frase con la que se inicia la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II
frase con la que se inicia la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II
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